DEL ARTE Y
DE LA VIDA
EL QUE FIJE SU MIRADA
EN LOS PEQUEÑOS DETALLES
SERÁ CAPAZ DE COMPRENDER
LA INMENSIDAD DE LAS COSAS
Es arte, solamente
Al despuntar la segunda década del siglo xxi, la discusión sobre el arte –tradicional, conceptual, contemporáneo– atraviesa por treguas y momentos álgidos, aunque en países como México a veces alcanza proporciones bélicas en las páginas de revistas y suplementos culturales. El músico y artista plástico mexicano Miguel Calderón dijo a una revista: «Dejé de hacer arte mucho tiempo porque, de un día para otro, todo el mundo se convirtió en artista.» [Código 06140, no. 32.] Los críticos y artistas radicales de una y otra filiaciones niegan la calidad artística de los de la trinchera de enfrente y se asumen como los puros, los verdaderos artistas: el otro es un charlatán, un impostor, un negociante. En medio, el poderoso e influyente mercado del arte se erige sonriente y les da su lugar a todos, consintiendo a cada uno de acuerdo con la demanda y la moda del momento, así se trate de una tomadura de pelo. En los márgenes, los artistas que no se preocupan por definiciones pasajeras se comprometen con sus proyectos vitales, esenciales. Abrevan en los puntos clave de la historia del arte y, de cada etapa y estilo, toman lo que más se adecua a sus necesidades expresivas y a su época, sin conflictos ni falsos dilemas: artistas completos, son los renacentistas de esta era, dominan con soltura las viejas técnicas del dibujo, la pintura y la escultura, y se han vuelto expertos también en medios y nuevas tecnologías. Para estos artistas el arte es parte indisociable de la vida, y una vida ligada al arte es una vida plena –no necesariamente feliz o apacible, pues quien más sabe y quien más siente es posible que se angustie en mayor medida por la condición humana, o incluso por la suya propia. De la vida nace el arte, y el arte a su vez alimenta la vida, enriqueciéndola en maneras a veces insospechadas. Por ello el arte no debería estar confinado solamente a galerías y museos. ¿Por qué no apreciarlo en un bosque o en un autobús, por ejemplo? Sí, hay arte en plazas, jardines y calles, pero no siempre el mejor ni lo suficiente como para trastocar la vida de las personas o enderezar así sea un poco el rumbo tambaleante del mundo. Estas ideas van y vienen mientras observo en el estudio distintas obras –muchas inconclusas– de Rafael San Juan, un artista capaz de arriesgar todo si cree en un proyecto al que vale la pena entregarse y que no comulga necesariamente con la regla de la eternización de la obra de arte, por ello varias de sus piezas efímeras han incorporado partes de cuerpos humanos, como brazos, manos, vísceras, cerebros y hasta un feto, como el que duerme en el vientre abierto de una enorme madre de barro de rostro amorosamente virginal (Sentimientos ocultos, de la serie Hueco y Muscular, de 2002). Los estudios y talleres de los artistas guardan sorpresas en gestación que esperan salir a la luz algún día transformados en obras plenas. El de Rafael San Juan también ofrece misterios que parecieran esconderse de la mirada del curioso. En sus muros descansan, entre muchos más, dos grandes cuadros que muestran con recelo manos trazadas perfectamente a lápiz y elementos tridimensionales, metales, sogas. Me pregunto si alguno de los llamados artistas conceptuales será capaz de dibujar con tal maestría, o de tener el arrojo necesario para concebir una pieza como la de un Cristo que, apenado, se cubre el sexo, y que vi en alguna carpeta de trabajos anteriores.
La vida de Rafael San Juan se ha entreverado con la del arte desde sus primeros años, cuando prefería modelar sus propios juguetes con madera, arcilla o plastilina: barcos de guerra, dinosaurios y cualquier clase de bestias reales o fantásticas –«Mételos al congelador para que se endurezcan», le aconsejaba una tía abuela–, y enfrascarse, ensimismado, en juegos que duraban toda la tarde en la vieja casona familiar de un céntrico barrio de La Habana, donde nació en 1973. Entonces no se imaginaba que años después crearía con sus manos un gigantesco pez de madera suspendido en la sala de una galería, pieza imponente de la serie Éxodo, una que aún no ha cerrado y que le ha permitido explorar las posibilidades de materiales tan distintos como la fibra, el yute, el barro, para construir alas, manos y corazones gigantes, como aquellos cinco de la serie Sístole perpetua que flotaban, imponentes y silenciosos, en el espacio del Centro Cultural San Pancho, durante el I Simposio de Escultura Monumental. Cerca de su casa había una escuela de iniciación artística, pero sus padres lo inscribieron en una escuela normal. Por supuesto, al paso de los años pensó que habría sido bueno estudiar ahí, pero ni a su madre, funcionaria del Estado, ni a su padre, un militar que había peleado en la Sierra Maestra junto a Fidel Castro –y que además paraba poco por casa– les había pasado por la cabeza una idea tan extravagante. A fin de cuentas eso no importó mucho, pues su inquieto espíritu adolescente absorbía ya todo lo que veía, fascinado, en museos de historia y biología, en acuarios donde observaba largamente esas formas caprichosas, los colores tan exóticos… Entonces pensaba seguir la carrera de biología, pero lo que menos se imaginaba era que pronto llegaría a volcar todas sus interrogantes, certezas y destrezas en una profesión noble y generosa, plena de satisfacciones tanto como de sinsabores.
El cubano errante
Como tantas familias cubanas, la de Rafael San Juan se dividió al triunfo de la Revolución. Fueron muchos los que pudieron abandonar la isla y muchos más los que se quedaron para afrontar las difíciles circunstancias en las que muy pronto se vería enfrascado el nuevo gobierno revolucionario. Racionamiento, escasez, servicio militar y mil problemas fueron desde entonces el hostil escenario en que tendrían que vivir, trabajar y estudiar los cubanos, estuvieran de acuerdo o no con el nuevo régimen. En los dos viajes que hice a La Habana en 1981 y 1984 –el primero a invitación de la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC), y el segundo para asistir al II Coloquio Latinoamericano de Fotografía– conocí a artistas como Raúl Martínez (1927-1995), introductor del pop art en Cuba, el dramaturgo Abelardo Estorino (1925) y el fotógrafo de la celebérrima foto del Che Guevara, Alberto Korda (1928-2001); también conocí a la generación de artistas jóvenes más importantes y decisivos desde los años sesenta, que revolucionaron el arte contemporáneo no solo de la isla, sino del mundo, con propuestas que ensamblaban de manera audaz y muy original el arte tradicional con las novísimas tendencias del arte internacional, en las que cabían las cosmogonías indoamericanas, la santería afrocubana, el virtuoso hiperrealismo, la fotografía intimista y experimental, la instalación y el performance. Una buena parte de esos artistas –inquietos, entusiastas, exaltados– fueron acogidos por prestigiosas galerías de México, Estados Unidos y Europa, y empezaron a ganar reconocimiento internacional en las principales bienales y ferias de arte. Los críticos y curadores cubanos también iban al alza. Durante los años ochenta y parte de los noventa parecía que nada de importancia pasaba en Cuba en el ámbito artístico, y que todo el arte cubano se (re)producía más allá de sus costas. Lo cierto es que una nueva generación de artistas crecía en Cuba, sobre todo en La Habana.
La academia
Rafael San Juan se embelesaba cada vez más con las maravillas de la vida y los misterios de la muerte, y su inclinación por la carrera de biología parecía definitiva. Un primo suyo, que vivía muy cerca de su casa, biólogo de profesión pero también amante de la cultura, lo acercó al mundo de los libros, de la música y del arte. Por esos días el primo lo llevó a conocer al famoso artista Servando Cabrera (1923-1981), y por esos días conocería también a Alfredo Sosabravo (1930). En las visitas a estos y otros artistas, el adolescente San Juan avizoraba ya su propio futuro como artista descubridor y creador de mundos tan apasionantes como los de ellos. Empezó a tomar clases en la Academia de Bellas Artes San Alejandro –la vieja escuela, un tanto relegada, donde desarrolló y perfeccionó su destreza para el dibujo, la pintura y el modelado– y en el Instituto Superior de Arte de La Habana (ISA), donde recibió las primeras nociones de Artes Escénicas, lo que le permitiría trabajar con compañías de teatro y danza. A pesar de que la enseñanza en el ISA tenía sus altibajos, San Juan pudo hacerse de un sólido bagaje teórico y práctico, no sin un gran esfuerzo, lo que incluía viajar en bicicleta unos buenos kilómetros bajo el sol abrasador del trópico. La enseñanza del arte y sus técnicas es fundamental, dice San Juan, quien también se ha preocupado por aprender las técnicas necesarias para manejar y dominar materiales tan disímiles como el acero, el bronce, la arcilla, la madera… De una gaveta de su estudio saca un viejo y utilísimo libro que consulta en ocasiones y que lleva por título Gran recetario práctico para el ingeniero operario y el industrial, de W.W. Parker (Buenos Aires: Glem, 1944). Es imprescindible conocer de cálculo y resistencia de materiales si se quiere levantar una escultura de seis metros, y conocer de artificios ingeniosos para hacer respirar a un hombre de arcilla mediante un humidificador. Largos ratos en la morgue le hicieron memorizar las formas y las partes del cuerpo humano, desde las de tiernos niños hasta las de ancianos casi momificados. Durante el servicio militar, después de los arduos entrenamientos, San Juan robaba tiempo al sueño –o a la guardia– para dibujar botellas o retratos de cráneos que conseguía en el osario del camposanto: cráneos con pelo, sin dientes, de negros y de blancos, esqueletos polvorientos vestidos de andrajos… La formación académica de San Juan se advierte en las grandes esculturas, estructuras inconclusas y dibujos de corte clásico que cuelgan de los muros de su estudio, al sur de la ciudad de Guadalajara. Caras y torsos en grandes formatos en tonos ocres y sepias que podrían haber sido entresacados de algún mural del Renacimiento pero que son parte de un juego malicioso: a esos delicados retratos el artista les añadirá trozos de cajas de madera, trapos y sogas, para hacer un comentario sobre la circulación del arte empacado –cuidado: frágil– como objeto y mercancía entre museos y galerías del mundo, y también en torno al carácter casi sagrado que se le confiere a la obra de arte. A la entrada del estudio hay piezas escultóricas de piedra, madera y ferrocemento, y del techo cuelgan grandes capullos construidos con ramas de los que parece que en algún momento surgirán polluelos monstruosos, pero la verdad es que de ahí saldrán bailarinas en un performance que habrá de llevarse a cabo en el futuro. Tres enormes pies de aquellos materiales pertenecen a la serie Éxodo, realizados pensando en los hombres, las mujeres y los niños que se ven obligados a migrar constantemente de un lado a otro del mundo por las más distintas razones. Uno de esos pies es atravesado por lanzas que harán más doloroso su peregrinaje. A esta serie pertenece también aquel enorme pez de madera de cuyos costados salen unos brazos, a manera de remos, como en los barcos antiguos. El mundo contemporáneo no permite al artista trabajar con la parsimonia del artista de otras épocas, dice Rafael San Juan. Entre viajes, compromisos y exposiciones, el artista de nuestros días se ve obligado a trabajar con materiales y recursos que hagan un poco más fácil su labor. Dice esto, pero miro alrededor y las piezas que alcanzo a ver son todas producto de un trabajo paciente y laborioso. Los anaqueles de herramientas parecen los de un maestro de algún oficio misterioso. El boceto en bronce para una escultura monumental que aún no ha podido concretarse y cuyo tema es el del Holocausto –también es el nombre de la pieza–, un amasijo en forma de pirámide de hombres y mujeres ayudándose unos a otros a escapar del horror hacia la libertad. La anatomía de los pequeños cuerpos es perfecta, como también la de una tríada de caballos en otro proyecto inconcluso de escultura a gran escala. Sin embargo, eso no le preocupa, pues tiene aún muchos más proyectos en mente que los que se han quedado en el camino por alguna u otra razón. No solamente eso, sino que tiene la energía y la capacidad para desarrollar más de un proyecto a la vez, como hizo con las grandes esculturas con troncos de árboles talados ilegalmente en el pueblo jalisciense de Tapalpa, por ejemplo. Otra muestra del compromiso de San Juan con el arte y los artistas es la Fundación Arte San Juan, que creó con su anterior esposa Alba Sahagún en 2007, y que brinda apoyo a jóvenes artistas cubanos.
La ciencia del arte
El pensamiento de Rafael San Juan se acerca más al razonamiento de un científico que a la intuición de aliento romántico que se le atribuye por lo general a esta actividad –que, por lo demás, no deja de ser compleja: el arte es también una forma de activismo, uno más discreto, quizá, pero intenso y persistente. San Juan piensa, analiza y razona de acuerdo con las leyes de la lógica, y explica la génesis y cada paso de sus proyectos con la elocuencia de un conferencista y la pasión de un poeta. Originario de una pequeña isla, el artista se planta bien en tierra. Sabe que desde la invención del arte este ha tenido distintas funciones, una de ellas la de comprender el mundo, y otra, un tanto más difícil, la de cambiarlo. Su actitud madura frente al arte lo aleja de los anacrónicos románticos que no le conceden más que funciones decorativas o para la contemplación. Hace algunos años, poco después de haber llegado a México, vio en los alrededores del pueblo jalisciense de Tapalpa, enclavado en la montaña, unos troncos enormes de árboles que habían sido tumbados por talamontes clandestinos. ¿Cómo transformar esos gigantes caídos por la rapacidad depredadora del hombre en orgullosos símbolos de fuerza, belleza y dignidad? Trabajó con esos monumentales trozos de madera, a los que adosó cerámica y hierro, y los convirtió en esculturas que podrían interpretarse como símbolos milenarios de la vida sagrada, a la manera de los grandes totems de los aborígenes norteamericanos. Piezas de solemnidad imponente que miran con rostros hieráticos hacia el pasado y hacia el futuro, como una advertencia al hombre actual, que destruye el presente sin pensar en las consecuencias. Uno de esos troncos enormes es coronado por una sierra circular que tiene un poema escrito con tipografía también en círculos concéntricos. En otros troncos hay brazos extendidos o cajas con manos humanas descansando en un travesaño. Una escultura sin conciencia social no sirve de gran cosa, así lo entiende San Juan. Esta dramática serie, Orígenes –a la que Rafael se refiere también como la de los Gigantes caídos–, tiene su origen en el pesar, y en la necesidad de desagraviar a la naturaleza y devolverle algo a ella, pues parte del proyecto era plantar, con los vecinos de la comunidad, miles de árboles en la zona. Árboles que murieron por la codicia, pero resucitaron para hablar desde la tolerancia, la supervivencia no solo de su especie, sino de toda la vida en la Tierra. Esta es una de las ideas que norman la actividad de San Juan como artista, y por esto se diferencia de aquellos que encuentran en el arte una tranquila manera de vivir. Los artistas viven ciclos impredecibles, y uno de ellos es el que vive San Juan en México, a donde llegó como parte de la delegación cubana que construyó el vistoso pabellón de Cuba en la Feria Internacional del Libro de 2002. En su país había aprendido a ser artista, y trabajó como diseñador de escenografías con creadores del teatro y de la danza, ahora se le presentaba la oportunidad de desarrollar otras facetas en un país con muchas semejanzas, pero también con diferencias abismales. Algunas piezas de San Juan me recordaron a las de otro artista cubano, Juan Francisco Elso (1956-1988), como los grandes corazones y rostros con armazones de varas y arcilla, obras que refieren a esa sensibilidad común al arte cubano reciente que se ha nutrido también de cosmogonías ancestrales, vistas e interpretadas desde una comprensiva mirada contemporánea. Creo que San Juan lleva sus esculturas aún más allá, pues incorpora materiales y elementos que las recargan de códigos y significados inquietantes: cuerpos fragmentados, amenazadoras ruedas dentadas de hierro, cerebros; en ellas se debaten las nociones de muerte, desesperación y resistencia, pero también de erotismo, sensualidad y emergencia de la vida, así como un fino humor negro que se escurre en muchas de sus obras, como la de los dos hombres de arcilla sentados frente a frente y unidos por una larga caja de cristal con vísceras al estómago (Escenas de mesa). Piezas de poderosa contundencia en las que es inevitable la reflexión, más que la contemplación, construidas con un lenguaje que tiene tanto de profano como de sagrado, y que exige una lectura descreída, pagana. Tiene razón Manuel López Oliva cuando dice de San Juan que carece de «prejuicios antifigurativos, anticlásicos» y «antropocéntricos –tan frecuentes en la conciencia artística juvenil cubana de los últimos tiempos»–, y en la de una gran mayoría de artistas del mundo actual. Ese ha sido su gran acierto, pues como miembro de una estirpe que se remonta a los comienzos de la humanidad, San Juan no ha tenido ningún reparo a la hora de echar mano de todos los recursos que le ofrece, no solamente la historia del arte y de los artistas, sino también la de la tecnología y el conocimiento de los materiales que mejor se amolden a sus necesidades expresivas. Por eso sus obras pueden verse como una continuación natural del arte clásico y renacentista y parecernos tan contemporáneas, con sus mitos, sus demonios y ángeles –que los hay–, sus tragedias y su mínima felicidad: una aguda reflexión no solo sobre nuestro tiempo, sino sobre nuestra frágil condición. Con esto volvemos a las ideas iniciales de nuestras líneas: más allá de la discusión entre conceptualismo y arte tradicional, artistas como Rafael San Juan trascienden una situación artificial –por la que nunca pasaron–, y se colocan en el plano más noble y útil del arte: el que apela a la naturaleza humana y alimenta la mente, el espíritu; un arte que propone cambios, acciones, en la vida de los hombres y las mujeres –así sean cambios imperceptibles. Una obra, que retoma de manera recurrente, conformada por decenas de corazones de cerámica, todos distintos, del tamaño de un puño, ha sido diseminada en otras tantas casas de amigos y conocidos de San Juan, quienes los han colocado en lugares como la sala, la alacena, las habitaciones, y les han dado los más variados usos. Esos corazones son elementos capaces de alterar la cotidianidad, de detonar ideas y acciones insólitas. Ver un corazón que podría ser el nuestro es como reflejarse en un espejo del alma. La sorpresa que provoca el arte de Rafael San Juan se debe a la gran riqueza de sus ideas y de su concreción. (¿Cómo no dibujar una sonrisa despectiva ante afirmaciones como la del cineasta Bruce LaBruce: «La propiedad intelectual es un robo»?) Piezas fabricadas con carne y acero, con madera y piedra: la materia del mundo: la vida y la tierra. La angustia y la esperanza volcadas en obras que son también un compendio de la historia humana y del arte universal. Si al fin de los tiempos solo quedaran algunas piezas del trabajo de San Juan, esas piezas serían el testimonio doliente de una civilización que estuvo cerca de la paz y la armonía, pero que prefirió la destrucción. (Testimonios salpicados, lo hemos dicho ya, de un necesario humor negro.) Rafael San Juan trabaja para que ese momento no llegue.