LA
MUERTE
DE UN
PROYECTO
CADA CUAL EN NATURAL ACTITUD, COMO SI LA AUSENCIA DE LA CARNE NO HUBIERA AFECTADO EN NADA SU CAPACIDAD INTELECTIVA O VOLITIVA. CUALQUIERA DE ELLOS PODÍA, DE HABÉRSELO PROPUESTO, ABANDONAR LA SALA Y CONTINUAR CAMINO HACIA OTRA PARTE.
RAFAEL SAN JUAN
A lo largo de la historia de la humanidad, vida y muerte han constituido el par emblemático por excelencia. A partir de los presupuestos más dispares (religiosos, filosóficos, etnológicos, médicos, artísticos) se ha generado un sinnúmero de creencias o convicciones que acompañan desde sus particulares perspectivas la existencia humana. Sea de un signo o del otro, generando infinitas certidumbres o aprensiones, lo cierto es que resulta imposible desentenderse de las connotaciones específicas y generales que esta dicotomía presupone aun en nuestros días.
Ni los cada vez más sorprendentes adelantos científicos, ni la descomunal socialización del acceso a la información que suponen las nuevas tecnologías, han podido homologar y mucho menos estandarizar nuestras nociones sobre la vida y la muerte. Como una canción sin fin, equívoca y ancestral, retumba o susurra, y cada individuo es portador en sí mismo de una partitura única que va luego interpretando según puede o quiere.
Para Rafael San Juan estas han sido obsesiones recurrentes, revisitadas una y otra vez. El artista ha encontrado en la sustancia misma de esta dicotomía un herramental infinito para su trabajo: el cuerpo humano. En una pulsión más cercana a Tánatos que a Eros, sus propuestas se orientan sin embargo a una suerte de estetización o sublimación de la materia humana, especialmente cuando ella misma –inerte y fenecida– se convierte en pieza cardinal, en elemento primigenio.
Para la oncena edición de la Bienal de La Habana (2012), San Juan estuvo bosquejando, proyectando, concibiendo y realizando, una serie de esculturas de gran formato bajo el genérico de Los caminantes. Era un ambicioso proyecto que buscaba emplazar en algún espacio semipúblico del circuito exhibitivo del evento alrededor de veinte piezas ejecutadas en los más disímiles materiales. Pero las coyunturas, los presupuestos, o quizás los astros, decidieron tensar la cuerda, y el artista se vio obligado a alinear sus propuestas desde otro punto de vista. «Ciertamente, el punto de partida fueron Los caminantes, y de ahí salió La muerte de un proyecto, utilizando la idea del material como portador de un contenido por excelencia. Cuando empecé a construir estas formas y conformar la pieza, inicié paralelamenteuna indagación personal y me vinieron muchas cosas a la mente. Se trataba de un material que no fabricaba ni tomaba, sino que el hombre a través de su vida, del proceso de crecer y forjarse, iba paulatinamente imprimiéndole huellas, marcas, testimonios de experiencias múltiples que se acumulaban hasta que moría.»
Valga aclarar. Ante los insorteables inconvenientes que se le presentaron a San Juan para la producción a tiempo de sus «caminantes», resultaba poco probable poder reorientar la brújula, especialmente cuando la mayoría de su trabajo se concreta en esculturas a escalas cada vez más monumentales o grandes y complejísimas instalaciones. En un primer momento el proyecto parecía sentenciado a un trance fatal. Pero la metáfora de esta muerte inminente, junto al indiscutible genio del artista, favorecieron la consumación de una estrategia que se articuló desde más profundos niveles de significantes. Ahora sus caminantes estarían desprovistos de cualquier artilugio. Simples osamentas invadirían una de las bóvedas de San Carlos de la Cabaña, y escépticas, levemente protegidas de los elementos, abordarían al caminante común, al espectador casual o entrenado, confrontándolo ante el espectáculo de una reflexión ineludible: el valor de la existencia humana.
«Se trataba de expresar la esencia del hombre mirando al hombre. Proponía hacer un alto y encontrarnos con nosotros mismos. Lo planteé como un acto solemne hacia la humanidad».
Resultaba sobrecogedor emprender la odisea de recorrer el recinto. Te aguardaban decenas de esqueletos, ajenos a cualquier actitud aleccionante, que pudiéramos inferir como referencia a un probable Juicio Final; tampoco parecían en la actitud festiva del Día de los Muertos. Simplemente estaban allí: seductoramente hieráticos e indiferentes. Cada cual en natural actitud, como si la ausencia de la carne no hubiera afectado en nada su capacidad intelectiva o volitiva. Cualquiera de ellos podía, de habérselo propuesto, abandonar la sala y continuar camino hacia otra parte.
«Ese testimonio, esa expresión de los rostros, de los huesos –incluso algunos conservaban pasadores de acero–, empezaban a dar señales de lo que pudo ser cada individuo. A partir de ahí se volvía una pieza independiente con sus características y peculiaridades.» Sin embargo, la manifiesta conexión entre ellas multiplicaba y expandía las lecturas posibles, adentrándonos en una infinita madeja de reflexiones y consideraciones. Cada individuo que traspasara el umbral y se adentrara en la sala podía dar la cara a sus propios sentimientos, miedos, afectos, aflicciones, esperanzas. Muy poco probable escapar al sobrecogimiento, incluso a una suerte de turbación emparentada con la atávica indefensión del hombre ante lo ignoto. Pasado, presente y futuro se fundían en una reflexión afincada en el sustrato mismo de la vida, en lo más elemental y primigenio de la existencia.
«Fue fácil mantener ese diálogo con las piezas, encontrarlas, clasificarlas, organizarlas, y finalmente colocarlas. El material me fue muy cálido, a pesar de que eran huesos, cadáveres. No tuve la más mínima aprensión. En todos los casos eran personas anónimas, la gran mayoría procedente de escuelas de medicina, donde llevan más de veinte años en cajones y grutas mezclados, revueltos…».
Este detalle pudo haber contribuido a acentuar la percepción de concurrencia, de sumatoria, pues a pesar de que el artista, al reensamblar las osamentas, muy probablemente mixturó a los donantes, también les devolvió una cierta dignidad, elegancia, belleza, afianzadas en el propio hecho de funcionar como conjunto. Ensartó jirones de un relato épico, íntimo, entremezclando y reinventando historias mil veces contadas, soñadas o vividas. Proponía San Juan, de esta manera, una narrativa donde el arte, la historia, el credo, reconfiguraban el mapeo establecido en consonancia con las nuevas asociaciones físicas de sus personajes.
La muerte de un proyecto resulta, así vista, una gran instalación que pudiera extender hasta el infinito sus pretensiones connotativas, pues, parafraseando a García Márquez, la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. Y entonces, solo él lapida la desmemoria y la marginación. Aquel «cambio de misión» tolstoiano que se avecinaba con la parca presupone un único desafío: el compromiso de sustentar el porvenir.
Todas las citas pertenecen a una entrevista de la autora al artista a finales del 2012. *
Bayamo, 1968 Directora editorial de ArteCubano Ediciones. Editora, crítico de arte y curadora. Curadora de la Colección del Consejo Nacional de las Artes Plásticas. Premio de Curaduría 2011.